DESCUBRIENDO A… Josep Pla

– ¿Lee novelas?

– Considero que un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino. Lo cual no quiere decir que en el mundo no existan ocho o diez novelas magníficas. «Stendhal; dos o tres cosas de BalzacGuerra y paz, de Tolstoi; algunas narraciones de este chico inglés, Dickens; muy buenas. Y en fin, esta historia de Proust, que no está nada mal […].

Josep-Pla

Josep Pla, escritor.

Del tipo de arriba nada mejor -para conocerlo, entiéndase- que recurrir, una vez más, a Joaquín Soler Serrano y su A fondo, programa de entrevistas que se emitió en Televisión Española (TVE) entre 1976 y 1981. Los entrevistados eran siempre personalidades del ámbito artístico, literario y científico de la época. La de Pla fue una más de las cientos de entrevistas realizadas por Soler Serrano entre 1976 y 1981. He aquí la primera de nueve partes de que consta la entrevista:

Algo más del maestro Pla:

Si hacemos caso al escritor de Palafrugell, la edad puede ser un obstáculo para leer libros de ficción. Aunque me imagino que no pensaría lo mismo sobre la no ficción porque su obra supera las treinta mil páginas.

Pla, como muchos escritores, medía su producción en páginas. En junio de 1952, le envió a Josep M. Cruzet, su editor, el final del libro “Gerona”. En la carta que acompaña al texto, Pla explicaba que le había sorprendido que el libro resultara un poco más corto de lo habitual. Como debería tener 250 páginas como mínimo, “si con la letra habitual no llega, se puede ganar con la titulación y los blancos”. “Descuide”, le tranquilizaba el editor, “que el libro hará las 250 páginas como mínimo”.

Lo anterior viene a colación de una curiosidad personal sobre el número de páginas -medio- que ha de tener una novela. Una cosa siempre lleva a la otra -¡hipertextualidad!-, y de tal modo me tomé con el artículo del último enlace. Pero, ¿puede ser un obstáculo la edad para leer libros de ficción? ¿Es verdaderamente de cretinos leer novelas más allá de los cuarenta? Pues mira, rotundamente no. En absoluto comparto la idea de Pla, pero me parece, cuanto menos, digna-si acaso es esta una palabra con la que definir tan tajante afirmación- de dar a conocer.

¿Y por qué? Bueno, pues porque otrora gran genio como Jorge Luis Borges, aunque en otros términos bien diferentes, no tenía tampoco en buena estima el género novelesco:

“El Quijote es la única novela que le gustaba a Borges. Como género prefería el cuento”. Lo dice María Kodama, viuda del escritor, en un hotel de Madrid minutos antes de que en el Centro de Arte Moderno se presente Mi amigo Don Quijote (Del Centro Editores), una edición “artesanal” (100 ejemplares ilustrados por Ricardo Horcajada) con la grabación, transcripción y traducción de una conferencia que Borges pronunció en inglés en 1968. Fue en la Universidad de Texas, Austin, y allí la descubrió el profesor peruano Julio Ortega, que conoció al escritor argentino en 1972, su última visita dicha universidad.

Pla y Borges, genios… y figuras.

DE PRENSA AJENA: «Julio Denis, el doble de Cortázar», por Santiago Roncaglioglo

Hace unos días, viendo una entrevista a Jorge Luis Borges del programa A fondo, de Televisión Española (y del genial Joaquín Soler Serrano), «descubro» que Borges editó por primera vez a Julio

He aquí la verdadera historia.

«El doble de Cortázar», por

Santiago Roncagliolo

Borges recuerda el día en que un muchacho muy alto se presentó en la redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires con un «previsible manuscrito» en busca de publicación. El joven se llamaba Julio. El manuscrito, Casa Tomada. El año, 1947. Borges, a la sazón editor de la revista, aprobó la calidad del relato y lo publicó, sin saber que el tiempo convertiría a esas diez páginas en emblema de una revolución narrativa. En el prólogo al cuento Cartas de mamá, un Borges claramente emocionado cuenta que Cortázar le  confesaría años más tarde que esa fue la primera vez que vio un texto suyo en letras de molde. La anécdota sería un bonito recuerdo o una emotiva historia entre maestro y discípulo, si no fuera por un mínimo detalle: es falsa. En realidad, ésa no era la primera publicación de Cortázar. Casi diez años antes, había publicado su primer poemario, Presencia, bajo el seudónimo de Julio Denis. En 1941, el mismo Denis firma un artículo sobre Rimbaud en la revista «Huella» y, desde entonces, otros análisis literarios en «Canto» y en la «Revista de Estudios Clásicos» de la Universidad de Cuyo. El primer cuento de Denis, Llama por teléfono, Delia; aparece en «El Despertar de Chivilcoy» en 1942. El segundo, Bruja, en «Correo Literario» en 1944, el mismo año en que «Oeste» edita su poema Distraída. Omar Prego Gadea, en su libro La fascinación de las palabras, afirma que Cortázar no estrena su verdadero nombre hasta 1949, en el poema dramático Los Reyes. Borges no dice con qué nombre figura el que fue colaborador de «Los Anales de Buenos Aires» entre el 47 y el 48. En el citado prólogo, el autor de El Aleph se disculpa dicendo que «la ceguera es cómplice del olvido».

¿Miente Borges para quedarse con la primicia de Cortázar? Como teoría, eso suena bastante infantil. ¿Miente Cortázar entonces? ¿O es que el joven escritor considera que su seudónimo era realmente una persona distinta de él? La existencia de Julio Denis, sin haber sido un secreto, es uno de los aspectos más oscuros de la vida del escritor nacido Julio Florencio Cortázar Scott. El estudioso José Luis Trenti Rocamora se sorprende de que en la nómina que elaboró Néstor García Canclini -que cuenta con 140 títulos de y sobre el escritor- y en The Library of the Congress -cuyo fichero ofrece 291- no aparezca una sola investigación sobre su otra identidad. Apenas algunas menciones, casi por descuido.

Goloboff, por ejemplo, atribuye el nacimiento de Julio Denis a la enfermiza timidez de Cortázar y al desprecio que sentía por el apellido de su padre, a quien odiaba por haberlo abandonado cuando era niño. Pero entonces ¿Por qué no usó el apellido de su madre? Además, años después, Cortázar recuperó su nombre sin que remitiesen ni su timidez ni su odio contra el padre, que llegó al punto de hacerle rechazar su herencia inmobiliaria. Otra pregunta sin resolver es de dónde salió el nombre de Denis. Trenti sugiere rastrear su origen en las lecturas de juventud de Cortázar. Señala El gran Meaulnes de Verne, en la que se menciona a un Denis. O las lecturas de viajes de Cortázar, donde pudo haber encontrado a un poco conocido cronista francés del siglo XVIII llamado Juan Fernando Denis. Ambas posibilidades resultan, por decir lo menos, rebuscadas. Recurriendo al sistema de buscarla en toda la literatura universal, se puede justificar cualquier palabra. Y Denis no es un nombre demasiado especial, podría ser haber sido simplemente un cualquiera, un nadie, un otro. Sin embargo, Julio Denis no fue sólo un seudónimo literario, sino que saltó de vez en cuando a la vida de Cortázar, incluso lo reemplazó. Eso demuestran las 24 cartas del escritor a Mercedes Arias, que recopiló Mignon Domínguez:

la primera carta, de agosto de 1939, está firmada por Julio Cortázar. La número 21, de julio de 1943, por Julio Denis.

Lo mismo ocurre con la correspondencia de la misma época de Cortázar a Marcela Duprat, que estudió y publicó Nicolás Cócaro.

Curiosamente, según parece, Julio Denis nunca le escribió a un hombre. Los últimos años de Denis son los más duros de Cortázar. En 1945, renuncia a su puesto como docente tras el ascenso de Perón al gobierno. Poco después, sufre el rechazo editorial de su primera novela y también de la segunda. Pierde un concurso literario. Logra publicar su primer libro de cuentos pero lo recibe la más lapidaria indiferencia. Sueña con abandonar el país. Más adelante, describiría el Buenos Aires de esos años como «un castigo. Vivir allí era como estar encarcelado.» En 1951, consigue una beca y parte a París sabiendo que no volverá y abandonando en Argentina a su viejo amigo Julio Denis. Entonces comienza la historia conocida: Julio Cortázar trabaja como traductor para UNESCO, viaja, conoce el éxito como escritor, descubre la marihuana, radicaliza su posición política. Queda poco del oscuro profesor de Chivilcoy y menos de su seudónimo. No obstante, Julio Denis quizá aún registra una última aparición. Como no podía ser de otro modo, está vinculada a uno de los momentos más tristes del escritor.

En 1981, a Julio Cortázar le diagnostican leucemia. Un año después, muere su última esposa, Carol Dunlop. En 1983, se entera de que su madre va a morir. Aprovecha un viaje a La Habana y continúa hasta Buenos Aires para visitarla. En Argentina, la dictadura vive sus últimos días, pero a Cortázar se le hace difícil celebrar. Para él, ni siquiera el momento político es feliz: los militares no quieren saber de él y los demócratas tampoco, tras sus declaraciones del 76 afirmando que Videla era un «militar democrático». Las autoridades e instituciones lo ignoran deliberadamente. Sólo se queda cinco días. El 4 de diciembre, deja Argentina por última vez.
Casi dos meses y medio después, la profesora de literatura nicaragüense Marta Cruz Kaplansky recibe un sobre desde Buenos Aires. La carta está fechada el 3 de diciembre, pero no le extraña. Los correos latinoamericanos no son muy confiables a principios de
los ochenta. Ni siquiera lo son ahora. La carta elogia a la revolución sandinista y cuenta algunas impresiones sobre Argentina. A pesar de las circunstancias, no es un quejido ni un testamento. Su única particularidad es la firma de Julio, sin apellido. Marta Cruz escribe una respuesta que nadie leerá nunca. En el camino al correo, los periódicos le informan que el ciudadano francés Julio Cortázar ha muerto en París la noche anterior, doce horas antes de que un argentino sin apellido conocido le dedicase a ella sus últimas palabras.

Fuente: http://www.clubcultura.com/clubliteratura/cortazar/06roncagliolo.htm

 

NANOLECTURAS: «Al idioma alemán» (Jorge Luis Borges, 1972)

Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
Dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,
A la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
En la mano de un muerto que la amaba
Y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado
de las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.

Para más información: Borges en A fondo (TVE, 1976), hablando —entre otras y muchísimas cosas— sobre su poema.

NANOLECTURAS: «La casa de Asterión» (Jorge Luis Borges, 1949)

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

— ¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.