Extraído de: Taller de guion de Gabriel García Márquez. Cómo se cuenta un cuento

«Lo que más me importa en este mundo es el proceso de creación. ¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?».

«Hay que aprender a desechar. Un buen escritor no se conoce tanto por lo que publica como por lo que echa al cesto de la basura. Los demás no lo saben, pero uno sí sabe lo que echa a la basura, lo que va desechando y lo que va aprovechando. Si desecha es que va por buen camino. Para escribir uno tiene que estar convencido de que es mejor que Cervantes; si no, uno acaba siendo peor de lo que en realidad es. Hay que apuntar alto y tratar de llegar lejos, Y hay que tener criterio, y por supuesto valor para tachar lo que haya que tachar y para oír opiniones y reflexionar seriamente sobre ellas».

«Tenemos la historia y creemos que ya está todo resuelto, pero de pronto empezamos a escribir y equivocamos el tono, o el estilo. Puede darse el caso de que lleguemos a un callejón sin salida. Por suerte, todos llevamos dentro una especie de pequeño argentino que nos va diciendo lo que tenemos que hacer. Y digo por suerte porque hay muchos métodos para escribir guiones, pero la verdad es que ninguno sirve: cada historia trae consigo su propia técnica. Para el guionista lo importante es poder descubrirla».

«Uno no puede equivocarse al insinuar el género. El espectador tiene que saber de entrada si lo que está viendo es un drama o una comedia. El popurrí puede venir después. Ahora bien, la dosis la pone el guionista».

Extraído de Taller de guion de Gabriel García Márquez. Cómo se cuenta un cuento (Gabriel García Márquez, 1995).

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Gabriel García Márquez, escritor colombiano nacido en 1927.

DE PRENSA AJENA: «El Facebook de Julio Cortázar», por Ivan Thays

Su blog en el diario El PaísVano Oficio, se presenta tal que así:

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Y una breve reseña del autor sería algo así como -me permito transcribir íntegramente el texto de la portada de su blog-:

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelasEscena de cazaEl viaje interiorLa disciplina de la vanidadUn lugar llamado Oreja de PerroUn sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

En fin, brevemente ya de mi puño y letra: Ivan Thays, un tipo que merece muy mucho la pena leer, de quien ya he servido otraras veces de escribiente, a quien seguiré enlazando y a quien -espero- que tengáis la ocasión de disfrutar. Ahí os dejo con sus penúltimas palabras.

Por Ivan Thays (03/04/2013).

El Facebook de Cortázar

Esta semana he andado mucho en el Facebook. He leído a una amiga que pide que le recomienden libros distópicos en portugués y a otra que pregunta cuál es el método más eficiente para quitar una mancha de grasa del pantalón. He cruzado por la selva de fotografías con frases cristianas para compartir, bromas ingeniosas, chistes absurdos y las anécdotas divertidas, tristes y dulces al mismo tiempo, de un amigo que se está despidiendo así de su hermana enferma. He desplazado lecturas y películas planeadas, y no me arrepiento. El Facebook es un universo que se extiende y se renueva; somos muy afortunados de haber participado desde sus inicios de este momento.

Se me ocurre pensar qué hubiera pasado si este fenómeno hubiera sucedido a fines de los 50. Ahora, los sobrevivientes del Boom Literario miran con recelo e incluso menosprecio a las redes sociales, pero de haber sucedido cuando empezaban sus carreras literarias sin duda hubieran participado. Gabriel García Márquez tendría una página casi sin actividad, etiquetado en muchas fotos y textos de sus amigos, contestando con ironía alguna que otra frase. Jamás pondría «Me Gusta». A nada. Eso no va con él. Carlos Fuentes, por el contrario, sería un heavy user. Constantemente actualizaría su página con enlaces a lecturas, en francés, inglés y castellano, a noticias internacionales sobre política, cultura, economía. Colgaría largos, interminables estatus -cuando no «notas»- con posturas políticas (la literatura también ocuparía un lugar, pero menor) y crearía ábumes con fotografías donde se le vería, inevitablemente elegante y sonriente, en países remotos o sitios célebres. ¿Sería quizá un adicto al Foursquare? Probablemente, pero de ninguna manera al Twitter. Mario Vargas Llosa, por su parte, tendría un perfil parecido al de Carlos Fuentes, quizá más combativo pero menos frecuente. A diferencia de García Márquez y de Fuentes, sería muy selectivo al aceptar amistades, colgaría muy pocas fotos y antes que escribir estatus -que, sin duda, escribiría- se dedicaría a comentar en las páginas de los demás. Sería un argumentador feroz, culto e ingenioso, siempre con la última palabra y dispuesto a discutir incluso con los troll. De vez en cuando, algún familiar lo saludaría y Vargas Llosa no podría evitar poner debajo una frase amable y doméstica, siempre en plural: «Ha empezado el frío y es difícil acostumbrarse, pero estamos bien. Patricia y yo los recordamos siempre». Tampoco tendría Twitter.

Foto: Archivo El Mercurio

Foto: Archivo El Mercurio

¿Y Julio Cortázar? Ninguno como él para aprovechar al máximo las redes sociales. No solo tendría una cuenta de Facebook o Twitter, sino de cualquier plataforma que apareciese, aunque solo fuera por curiosidad. Incluso, se me ocurre, tendría varias cuentas de Facebook, y aprovecharía la cuentas falsas para crear conversaciones y situaciones absurdas, cómicas o complejas en su cuenta real. ¿Quién escribe esto y contesta lo otro? Intervendría en todas las conversaciones (incluso en el consejo sobre el mejor método para sacar manchas de grasa), pondría centenares de «Me Gusta», colgaría videos de YouTube de jazz, situaciones extrañas, bromas y gatos. Compartiría memes divertidos. Hablaría de todo, incluso de deporte. Sus estatus políticos serían serios pero también escribiría textos divertidos, con el humor del libro de cronopios, o mostrando el lado ridículo de la seriedad como en Último round. Obviamente, lo suyo sería el juego de palabras. Sería adicto al Instagram. Subiría fotos de objetos, carteles, personas, paisajes, animales, todos fotografiados con su iPhone mientras pasea y acompañados por textos breves o titulados con ingenio. Su cuenta de Pinterest sería, simplemente, espléndida, de visita obligatoria, como un museo maravilloso donde cada foto es un hallazgo. Sus enlaces seguirían la misma lógica del asombro ante el absurdo del mundo. «Juegos de la imaginación, dice el señor cuerdo que nunca falta entre los locos» dijo alguna vez Cortázar, arrastrando las erres. Juegos de la imaginación también los míos, sin duda. El Facebook de Cortázar. ¿A quién se le ocurre?

Se me ocurre a mí y no sin razón. Se cumplen este año el cincuentenario de la primera edición de Rayuela y aunque el ambiente entre los lectores es festivo, los escritores -me incluyo- somos más escépticos. He leído varias declaraciones contra Rayuela, algunas incluso de inusitada violencia, y reconozco que estoy dispuesto a aceptar como válida la mayoría de críticas. En especial aquellas que sostienen que Cortázar es mejor cuentista y que Rayuela es una novela desigual. Lo es, aunque ¿qué novela de más de 300 páginas no es desigual? Nada puede impedir que el mundo de Rayuela haya envejecido tan rápido, mientras envejecían o se trivializaban sus preocupaciones. La filosofía zen, el pensamientos budista o las Mandalas se han convertido ahora en tema de libros de auto ayuda. Los hipervínculos, del que fue casi un precursor, son ahora cosa de todos los días y por esoRayuela, en medio de la tecnología actual, parece un mamotreto inmanejable y tan anacrónico como solo puede serlo lo que fue alguna vez modernísimo. Además, la afición de Cortázar por las frases ingeniosas o entrañables, aforismos o grafitis que pintados en paredes cambiarían el mundo, ahora se frivolizan en memes o tuits para etiquetar y compartir.

Sin embargo, no tengo duda de que Rayuela sobrevivirá nuestro escepticismo no solo porque es una novela que dice cosas, sino porque las dice de una manera lúdica (por encima de la pomposidad de algunas escenas o ideas) que no se ha desactualizado sino, al contrario, se ha convertido en una marca registrada en las redes sociales. No es gratuito que el libro se titule como un juego de niños ni que, incluso en sus momentos más solemnes, aflore el lado divertido, la sonrisa que se ríe de sí mismo y celebra la travesura, el malentendido o el absurdo. Como ninguno, Cortázar consiguió captar una instantánea de su tiempo, aunque esa fortuna siempre pasa la factura. Aún así, lo lúdico se alza sobre cualquier hoguera prematura para decirnos que puede haber envejecido el mundo que originó Rayuela, pero jamás Rayuela.

Fuente: http://blogs.elpais.com/vano-oficio/2013/04/el-facebook-de-julio-cortazar.html

DE PRENSA AJENA: «Los turcos de García Márquez», por Daniel Moyano

La reciente lectura de Notas de Prensa 1980-1984 de Gabriel García Márquez puso en los primeros planos de mi memoria, a través de esa especie de voz íntima que tienen todos sus escritos, los días iniciales de la publicación de Cien años de soledad en Buenos Aires y el par de semanas que compartimos en esa ciudad invitados ambos por la revista Primera Plana, que acababa de concederme un premio por la novela El oscuro, del cual Gabo había sido jurado junto con Leopoldo Marechal y Roa Bastos.

Recibí la noticia del premio en La Rioja, en un telegrama con manchas de vino que me entregó un cartero que tenía un fuerte olor a eso mismo y los ojos muy vivos y traviesos. Yo estaba durmiendo la siesta, entreabrí la puerta y le firmé el recibo. «Léalo, hombre», me dijo el cartero borrachito. Tuve que abrirlo y enterarme. «Le gusta, ¿no? Llegó esta mañana, y hasta recién hemos festejado en el Correo antes de traérselo, porque ahora todo el mundo va a hablar de nuestra provincia. ¿Nos disculpa?».

Era por el mes de junio de 1967, comienzos del invierno. De Cien años de soledad, aparecido en Buenos Aires un mes antes, a nuestra ciudad había llegado un solo ejemplar, propiedad de Mario Paoletti, que tras leerlo lo hizo circular; nos reuníamos familias enteras y hacíamos lecturas colectivas. Con la llegada de la noticia del premio y el inminente viaje a la capital a recibir los dólares, las familias Paredes y Viñals, más Paoletti, ya convertidos en sus fanáticos lectores, me dijeron: «Te acompañamos, queremos conocer a Gabo». Al día siguiente, con esas familias más la mía, llenamos un autocar y atravesando primero las grandes salinas blancas y después las enormes pampas verdes llegamos a Buenos Aires, unos 1200 kmts. al sur de nuestra ciudad.

En la editorial Sudamericana me dicen que Gabo está en esos momentos en casa del gerente, Francisco Porrúa, y me dan su teléfono. Llamo a Paco y cuando le digo que quiero ir para conocer ya mismo a Gabo me dice «un momentito, voy a consultarlo». Y después: «Dice que si no vienes te quita el premio». Entonces le advierto que un montón de riojanos que han viajado conmigo quieren conocerlo. Nueva consulta y aceptación de Gabo, y poco después, apretujados en el salón del piso de Paco, le damos la mano uno por uno con un poco de miedo. Cuando Paoletti lo llama «señor García Márquez», éste le dice «no seas pendejo, llámame Gabo». En cuanto se marchan los riojanos García Márquez me hace el siguiente comentario:

– ¿De dónde sacaste tantos turcos?

– Qué turcos -digo sorprendido.

– Esos riojanos que trajiste, son todos turcos.

Entonces lo miro con atención y veo que es él quien tiene cara de turco (en América Latina se llama turcos a todos los árabes, sean del país que sean), lo cual explica por qué la policía francesa lo confundió con un guerrillero argelino y tras escupirlo lo metió en un calabozo, tal como él lo cuenta en Notas de prensa.

En un mes se habían vendido en Buenos Aires 30 000 ejemplares de su novela. He visto cómo las mujeres en el mercado llevaban su ejemplar en el carrito de la compra como si se tratara de otro producto alimenticio, y cómo lo detenían en las calles para pedirle autógrafos, «mira, ahí va García Márquez», oí decir a los porteños cuando salíamos de la boca del Metro. Y todo eso sin propaganda, la noticia de ese libro se transmitía boca a boca.

Gabo estaba alucinado con la ciudad, decía que era cortaziana. Y se hartaba de filetes de vaca en los mejores restaurantes adonde nos llevaban los dueños de la revista y de la editorial que habían patrocinado el premio y su viaje a Buenos Aires. Eran los comienzos de su fama mundial, y Gabo, que andaba siempre con su mujer Mercedes y una chaqueta a cuadros que no se quitó en ningún momento, se mostraba siempre alegre y feliz, como lo es su arte.

En las comidas y cenas obligadas nos acompañaba siempre la mujer de un escritor que además de ser palidísima usaba unos velos y unos sombreros de apariencia fúnebre. Una noche muy fría, cuando dejamos los abrigos en los percheros antes de entrar en el comedor de un lujoso restaurante, Gabo le dijo a Irma, mi mujer: «Oye, ¿has visto que Fulanita en vez del abrigo dejó colgado el ataúd?».

La última noche (estábamos en el mismo hotel) no nos acostamos. A las 6 de la mañana salía nuestro avión para La Rioja, y a las 7 el de ellos para Lima. Sentados los cuatro en la cama de Gabo y Mercedes, con una botella de whisky, nos dedicamos a firmar más de 100 ejemplares de Cien años de soledad para ejecutivos y comerciantes anónimos vinculados con la editorial o la revista. Yo le ayudé, imitando su letra y el tono de sus dedicatorias lo mejor que pude. En el momento de despedirnos, Irma y yo le entregamos el regalo que habíamos comprado para él. Era un pecesito de oro, articulado. «Mira, Mercedes, los mismos pecesitos que hacía mi abuelo», dijo. Años después un empresario porteño me mostró uno de esos ejemplares firmados aquella madrugada. «Mire, está dedicado y firmado, esto vale millones», me dijo. Miré la letra. Era la mía.

Dos años después nos encontramos en Barcelona, en plena redacción de El otoño del patriarca. A su pedido, hice en su piso de la calle Caponata un asado en el suelo de la cocina, y por poco no provoco un incendio. El edificio se llenó de humo desde los sótanos hasta los áticos, Gabo me preguntó si no creía necesario que llamáramos a los bomberos. Después dejamos de vernos y de comunicarnos durante mucho tiempo.

El año pasado, o sea 24 años después del primer encuentro en Buenos Aires, a las 8 de la mañana, me llama por teléfono aquí en Madrid, donde estaba de incógnito. Después de pedirme que por favor no divulgara la noticia de su presencia, me dice que tiene una pregunta muy importante.

– Sí, dime -le digo ansioso y extrañado. Y me dice:

– ¿Adónde están esos 20 turcos que llevaste a Buenos Aires cuando te dimos el premio?

Fuente: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-turcos-de-garcia-marquez/html/1491dbb6-a0fd-11e1-b1fb-00163ebf5e63_2.html#I_0_