«La agonía de Francia», por Manuel Chaves Nogales (1941)

Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, tangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad. El automovilista que se ve obligado a permanecer quince minutos inmovilizado entre cuatro filas de autos por un embotellamiento adquiere inmediatamente la convicción de que el Estado que le gobierna ha fracasado en su función esencial y, en ese momento, no le importa lo más mínimo su significación ideológica ni su destino histórico: lo que quiere, nerviosamente, angustiosamente, es que las ruedas de su auto puedan seguir rodando, recorrer el número de kilómetros que se había propuesto salvar en el tiempo a que le da derecho la potencia de la máquina que maneja. Todo lo demás le trae completamente sin cuidado. Este fenómeno de falta de imaginación colectiva es esencialísimo si se quiere comprender la catástrofe de Francia.

Cito este ejemplo de chauffeur –personaje representativo de nuestro tiempo según el conde Keyserling– porque en las últimas horas de Francia ésta fue la imagen más fuerte e impresionante que me quedó de la catástrofe. Mientras en el camino de París a Tours cien mil autos apelotonados marchaban lentamente, tropezándose, empujándose, y quedándose atascados en las cunetas con esa morosidad y esa confusión terrible de los grandes éxodos, los primeros destacamentos alemanes que entraban en París estaban formados por agentes de la circulación que se pusieron tranquilamente a regular el tránsito. París fue conquistado por los agentes de la porra. El último automóvil fugitivo que salía de París tuvo que desviar su ruta en la Puerta de Saint Cloud porque un agente de circulación hitleriano maniobrando las señales luminosas del tráfico había puesto el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de asalto de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de París.

Ésta es una de las grandes revelaciones de la catástrofe de Francia. Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos solo son posibles en medio de un apocalíptico desorden; conservamos fielmente la imagen dramática de las guerras clásicas, creemos demasiado en la realidad de las estampas románticas de las victorias y derrotas y no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras. En la Puerta de Saint Cloud un guardia de circulación había sido sustituido por otro. Esto es todo.

Un inmenso imperio se ha derrumbado, veinte siglos de civilización han sucumbido.

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